19 de noviembre de 2013

La peste peor

Hará unos diez años escribí mi primera novela. Para entonces apenas si había garabateado algunos pocos cuentos y ese logro fue la consecuencia de una perseverancia más o menos insensata. Esa novela contaba, en clave humorística, las desventuras de Vilcabamba, un pueblo que supo construir un sistema político capaz de evitar los vicios de nuestras deslegitimadas formas electorales: la azarocracia. En aquella Vilcabamba de La peste, los cargos públicos se sorteaban para desalentar el mezquino interés de los políticos profesionales. Sus habitantes se sacaron así de encima la casta política, aunque no pudieron hacer lo mismo con el poder económico reconcentrado: a Severo Loja, el dueño de la única funeraria del pueblo, le bastó una epidemia para convertirse en el tipo más poderoso del valle. Tan bestial fue aquella enfermedad que apenas acabada el efecto rebote acabó también con las muertes. Eso, para Severo, significó la irrupción del aburrimiento en su vida. Y el poder, la soledad y el aburrimiento son un cóctel explosivo. En su caso, lo llevó a fundar el primer canal de televisión de Vilcabamba y a realizar una campaña publicitaria que perseguía el único fin de sacarlo de la tristeza.

     La peste peor obtuvo, en el año 2005, el Accésit al Premio de Narrativa de la Obra Social Caja Madrid. Poco después fue publicada por la editorial LCL. Cuando LCL abandonó las ediciones en papel y se mudó al soporte digital, Nacho Fernández, el editor de LCL, me insistió en que aceptará colgar La peste en el nuevo formato. Habían pasado algunos años de la publicación y pensé que no era el momento.
     La verdad es que siempre es complicado, para un autor, enfrentarse, con la perspectiva que dan los años, a sus primeros trabajos. Uno, que los conoce en profundidad, les ve las costuras y los falencias como nadie —y a veces las costuras y las falencias son evidentes hasta para los desprevenidos—. Pero también es verdad que, si esos textos fueron escritos desde la honestidad, uno no puede dejar de reconocer en ellos un valor. A principios de este verano, un poco por curiosidad y otro tanto por aburrimiento, empecé a hojear La peste. Habían pasado varios años durante los cuales escribí mucho, aprendí bastante y dudé demasiado. Por más raro que suene, apenas empecé a leerla me sorprendí al ver cómo aparecían, en esas páginas, ciertos temas de los que ahora tanto se habla aunque al enfrentar las primeras versiones de La peste había creído que a pocos más que a mí les inquietaban —la deslegitimación de la política como camino al suicidio de una sociedad o la concentración del poder mediático como una forma de represión sutil aunque implacable, entre tantos otros—. Me encantó sentir que mis preguntas no habían cambiado demasiado y que ese texto, en muchos aspectos, me seguía representando. Me sorprendió también —y esta fue una sorpresa menos agradable— verme en ese espejo diferido y descubrir algunos de los excesos formales contra los que tanto machaco hoy en los talleres que coordino.
     Se me ocurrió un ejercicio: ser el editor de mi propio texto. Me propuse pasar aquella novela por mi actual visión, limpiarla. Encontrar la historia que había dentro de aquella maraña de palabras. El pacto que hice conmigo mismo fue no agregar nada: sólo quitar los excesos que la carencia de oficio no supo atajar. Intenté reapropiarme de la historia sin traicionar al autor. El resultado fue una segunda versión de La peste —en rigor será la quinta o sexta, pero para el caso vale la pena abreviar derroteros— cuya extensión resultó ser bastante más breve que aquella editada por LCL en el 2007.
     Por alguna de esas casualidades de la vida, cuando había recién empezado el trabajo de reelaboración, me llegó un nuevo correo de Nacho reincidiendo en su oferta de colgar La peste peor en su catálogo digital. La señal estaba clara.   Hace pocos días los amigos de LCL han incluido en su catálogo La peste peor. Para mí es una alegría, porque me reí mucho escribiéndola y reelaborandola. Y considero que cuando uno puede abordar sus inquietudes desde la risa, algo está bien.